sábado, 15 de diciembre de 2012

Crónicas sin letras


Por Carmen Gutiérrez y José "Pepe" Luis Martinez.


1

 —¡Es increíble, mi estimada señora! —dijo el hombre nada más entrar a la casa— ¿Cómo es posible que viva de este modo tan… inhumano?
—Inhumano, dice usted —exclamó la señora White —. No puedo creer, estimado amigo, que piense eso de mí, ¿acaso no recuerda el motivo de mi exilio?
—Lo lamento, mi querida Ana, tiene razón, olvidé por un momento la situación —dijo con una leve sonrisa de medio lado y agregó—. Aún así, usted bien podría vivir de una manera menos… precaria.
—Jonathan, este es el modo en que me siento cómoda, si vivo de una manera u otra, a usted ¿qué más le da?—dijo limpiando un poco la mesa, en un vano intento de mejorar su aspecto—. Lo que en verdad importa es mi tranquilidad, no quiero que nadie sospeche y descubra mi identidad. Esta casa, así como está, es mi refugio.
—Si ese es el caso, olvidemos pues mi comentario, no era mi intención ofenderla —contestó Jonathan al tomar asiento.
—No tiene porque disculparse, Jonathan —dijo la señora White al servir el té—. Pero dígame, mi estimado amigo, ¿a qué debo el honor de su visita?
—He escuchado rumores sobre su salud. No, no tiene de que preocuparse, su seguridad no ha sido comprometida. Han sido nuestros contactos los que han estado preocupados por usted y, por lo que pueden ver mis ojos, no estaban erradas dichas palabrerías, ¿ha estado enferma?
  —¿Qué más da? —espetó con un guiño—, la muerte llega sin avisar. Los que saben dicen que morir es un privilegio y en mi condición actual, parece que los privilegios no son para mí ¿No cree?
—¿No tiene miedo de morir?—preguntó el elegante caballero al sorber un poco de té.
—No, Jonathan, no le tengo miedo a la muerte, pero me horroriza el no haber sabido vivir.
—¿Por qué lo dice?
—No estoy segura de que mi paso por este mundo haya sido de provecho. Todos estos años conteniendo la información de los grandes autores como Huxley, Shakespeare, Dante u Homero y mire donde estoy ahora. La belleza de esas obras plasmada en los escritos está aquí —dijo señalándose con el índice a la cabeza— y no sé si en realidad eso ha tenido algún sentido o ha servido de algo.
 —Recuerdo ahora esas noches en la sala del Coronel, platicando de los grandes autores, ¿usted las recuerda? —quiso saber Jonathan.
—¿Cómo poder olvidarlas, querido? Fueron los años más felices y fructíferos de mi vida —al decirlo suspiró con melancolía—, pero esos días están en el pasado y ahí se quedarán. Mi amado Coronel es un claro ejemplo de lo que nos ha pasado, vivió y murió víctima de su propia sabiduría. ¡Culpable de querer conocer la verdad y de exigir el derecho a pensar!
—En verdad fue muy difícil ver todo lo que sufrió —dijo el joven con pesar—, pero su sacrificio nos mantuvo con vida, preservando así los años de estudio y, es gracias a él que ahora somos de los pocos que conocimos los verdaderos libros.
—¿A mí de qué me ha servido? —exclamó la señora White con una carcajada breve, llena más de tristeza que ira —. Para usted que se vendió a esos perseguidores ha sido fácil,  pero yo que estoy sola y viviendo, como bien dice, en condiciones inhumanas, ¿de qué me vale el conocimiento resguardado?

El silencio se apoderó de la sala, como si el tiempo se detuviera ante dichos reproches por los hechos pasados. Hombre y mujer bebieron con pequeños sorbos el té, mostrando los meñiques al aire como les fue inculcado en la antigua sociedad.

 —Es extraño —dijo ella rompiendo el silencio y sorprendiendo a Jonathan, quien derramó un poco de su té—. En esta soledad a veces mi mente toma diferentes caminos, ¿se imagina qué habría pasado si nunca hubiéramos encontrado esos objetos rectangulares llenos de hojas? ¿Si nunca hubiéramos tenido esa curiosidad y anhelo por saber los misterios que escondían? —preguntó poniéndose de pie y dando lentos e inseguros pasos, cómo lo hacía en las reuniones— Pero luego recapacito y agradezco el hecho, porque en cada libro, pergamino y legajo de papeles existe el autor, cada uno de esos rectángulos era una persona, sus vivencias, fantasías y, quizás, hasta sus paranoias. Esos pequeños objetos nos abrieron el camino hacía mentes que no eran las nuestras, reacciones que nunca habríamos tenido, cosas que nunca sucedieron y que se grabaron en nuestra mente como un tatuaje de sensaciones que nadie, a pesar de todo, ha podido borrar. Estoy envejeciendo, Jonathan, y mi cerebro es más lento que nunca. Pero cierro los ojos y recuerdo una imagen que nunca vi, Dante siguiendo a Virgilio a través del infierno; siento el calor, escucho los gritos de los condenados y siento el anhelo de ver de nuevo a Beatriz. 
—Comentarios como ése hacen que admire su temple y aprecie esta amistad —dijo Jonathan, limpiando el té derramado —. Está claro que cualquier otra persona —Como yo, dijo para sus adentros— se hubiera dejado guiar por el camino fácil, pero no usted…  siempre vas contra las normas.
—Al contrario, amigo mío, sigo siendo fiel a las verdaderas normas y en especial a las que se establecieron para asegurar el bienestar de los ciudadanos. Pero nunca imaginé que ellos usaran las letras para su conveniencia, avivaron la distribución del antiguo y nuevo testamento que fue el culpable de la división religiosa, dando como fruto un pueblo desunido y he aquí que la desunión nos hizo un pueblo fácil de controlar.
—Todo fue tan bien elucubrado…—dijo el gentilhombre con la cabeza gacha, dejando la sentencia en el aire.
—Usted lo ha dicho, querido —le dio la razón la mujer—. Tan bien planeado que el nuevo gobierno sabía que la sociedad dividida no da frutos, sino que estira la mano para recibir cualquier cosa. Dejamos de ser productivos y de ahí la prohibición de todo libro religioso y asociación de ese tipo. ¿Sabes cómo terminamos en estas condiciones? Fueron más allá, el pelagatos de turno decidió erigir las normas de restricción de ciertas lecturas porque, según ellos, fomentaban la inseguridad, el inconformismo y pervertían los valores morales.
—Eso fue el comienzo de la perdición —dijo Jonathan con tono de amargura.
—Fue el caos, Jonathan. Vi a una sociedad subyugada entregando su cultura, reuniendo ejemplares de Hamlet y Macbeth, cazadores asaltando museos e instituciones, vi multitudes cerrando escuelas y universidades porque inducían a la traición, la avaricia, el incesto y muchas más situaciones dañinas para la nueva sociedad —dijo con rabia la anciana—. Dime, querido, ¿qué encuentras ahora cuando vas a lo que ahora llaman bibliotecas?
—Los grandes compilados de la educación y el buen vivir —dijo él sin titubeo alguno.
—La educación y el buen vivir —recriminó la mujer con una vocecilla burlona—, tremenda estupidez. Ahora somos marionetas de los altos mandos, guiados por sus frases hechas y directrices que solo benefician al que está en el poder. El control que tienen es insoportable.
El uno trabaja para el todo y el todo trabaja para el mundo, el hombre como parte del todo, engrane mecanizado para el crecimiento de este gran motor llamado El Mundo —recitó Jonathan sin tartamudear.
—El solo escuchar esa letanía hace que un escalofrío recorra mi vieja espalda. Sé que para el gobierno no somos nada si no trabajamos para su sistema… eso puedo aceptarlo, pero el hecho de que el pueblo lo admita tan tranquilamente y que esos fundamentos fueran aceptados como si nada por los jóvenes de aquellos lejanos días es asqueroso. Me enferma que creyeran en esa estupidez de “El sistema no necesita lectores, necesita productores”, “La lectura es una pérdida de tiempo, el tiempo es dinero. Gane más en nuestras líneas de producción. La producción es la base de nuestra sociedad.”.
—Mi querida señora, ¿recuerda lo que decía El Coronel? — le cuestionó—. Los libros son la caja fuerte de nuestro pensar, nuestra identidad se forja al tenerlos aquí —dijo señalando su cabeza—, y al tenerlos en este lugar —ahora se apuntaba al corazón— es como tener al autor en vida, pues es en las páginas donde habita su esencia y de esa forma sus ideales no se pierden y serán recordados por las próximas generaciones.
—¡Pobre e ingenuo Jonathan! —dijo Ana dulcemente—. La pasión por las letras se ha perdido amigo mío, la excitación provocada por esos relatos que podían trasladarte a un paraje exótico, un castillo colonial o una nave espacial. Esa pasión era la excusa perfecta para no olvidar nuestras memorias, esas historias y cuentos mágicos, los pensamientos de reflexión sobre los errores del pasado para que evitemos cometerlos en el futuro. Todo eso Jonathan, se ha ido a la mierda.
—Nos sacrificamos por un bien común, usted más que nadie lo sabe.
—¡¿Pero a costa de qué?! —gritó con desconsuelo— hemos perdido lo más preciado: nuestra identidad.
—No señora, nos sacrificamos por la nuevas generaciones, que podrían haber desaparecido por las nuevas reformas —replicó enérgico—, para ganarles tiempo y para que en sus corazones no existan las dudas.
“Las nuevas generaciones”, ¡no me haga reír Jonathan! Los chicos de ahora son felices, ya no tienen que hacerse preguntas existenciales y no sienten tristeza alguna. La Agencia se encarga de ellos. Nuestros jóvenes también han hecho un sacrificio, se despojaron de la curiosidad para vivir como autómatas. Vivir para trabajar, trabajar para vivir, eso es en lo nos hemos convertido.
—En eso estoy de acuerdo con usted, siempre lo ha sabido.
—Sí, lo sé, discúlpeme, han pasado tantos años ya que la frustración ha podrido mi alma.
—No se preocupe pero, dígame, ¿de verdad ha perdido la esperanza? —quiso saber—. Yo aún creo en sus palabras, sé que algún día veremos una nueva obra literaria en las bibliotecas.
—En ocasiones yo también lo creo. En las largas noches de invierno es cuando recuerdo con más cariño al Coronel y mi mente divaga creyendo tontamente que algún día se darán cuenta que necesitan personas como usted y como yo, que somos necesarios para darle a este mundo una autonomía de ideas y un progreso de acuerdo a las necesidades únicas e independientes de cada individuo, para que cada uno viva para sí mismo y si así lo desea para los que ame. Pero se nos acaba el tiempo, querido. Este planeta se muere al mismo tiempo que la humanidad pierde la inteligencia. ¿Cuánto nos queda de aire limpio? ¿Cuántos meses o años tenemos para tratar de recuperarnos? El ser humano se ha encargado de destruir su propio hogar y, de paso, también su existencia.
—Existir para realizarte —fue la respuesta de Jonathan ante el pequeño monólogo de la señora White—. Es paradójico, ahora más que nunca miramos los cielos pero ya no en  busca de inspiración. Las estrellas ya no son las musas que inspiran poesía, relatos de amor o aventuras fantásticas; ahora se busca un planeta u otro para sacar provecho de ellos y así darle más tiempo de vida al nuestro que ahora agoniza. Ese es mi motivo real para visitarla. Usted, más que nadie, debe ser informada de lo que se avecina.
—¿Es que han encontrado algo en las estrellas?

Un crujido en el exterior interrumpió al joven, quien se preparaba para contestar.

—¿Qué fue eso? —preguntó inquieto.
—No ha sido nada, tal vez solo las ánimas de todos aquellos que tenían algo inteligente que opinar y que han sido exterminados.
—O tal vez algo más —dijo Jonathan al levantase de la silla.
—Debe ser algún animal. Recuerde, amigo, que nos encontramos en plena montaña —lo tranquilizó Ana.
—Sí, debe ser eso, no creo que pudieran seguirme —dijo inseguro, tratando de convencerse de sus palabras—. ¿De qué hablábamos? —le preguntó al sentarse nuevamente.
—Me expresabas el motivo real de tu visita.
—Cierto. Como le decía, si algo aprendí de usted en mi juventud fue que la vida no es ese espejismo que quieren implantarnos, que lo realmente vivo es nuestra mente y siempre trata de absorber todo lo que le pongamos al frente. Si le ponemos literatura absorberá literatura, si le pone mierda ya se imaginará lo que ha de absorber. Es por eso que estoy aquí, han encontrado un punto, al otro lado de la galaxia. Se planea una gran migración, algo que tiene que ver con el Sistema de Desarrollos. Sé que hay proyectos y si realmente encontraron el modo…
—Y que importa que encontraran algo —interrumpió la señora White—. Si lo que dices es posible, no nos llevarán a todos. Los elegidos estarán dentro del sistema y ellos irán a ese nuevo planeta y lo poblarán. Sus ideas malsanas se implantarán al completo y todos olvidarán lo que fue un libro y lo que representaba.
—No necesariamente —dijo Jonathan con una sonrisa socarrona—. Sé que ha conservado algunos ejemplares. Si me entrega ese pequeño tesoro que tiene guardado, podría ver la posibilidad de difundirlo y comenzar de nuevo.
—Es una bonita idea pero sólo tengo uno, querido, y no es precisamente una de las obras más selectas —explicó a su antiguo pupilo al sacar de su bolsillo un pequeño libro negro—. Aún tengo las palabras grabadas en mi espíritu: “Y creó Dios al hombre a su imagen, varón y hembra los creó y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla”
—¡Vaya! De cualquier modo, uno es mejor que nada y, si además de entregarlo, registramos el conocimiento de todas esas obras que conserva en su mente sería un golpe doble. Tengo el modo y sé hacerlo. Si acepta, señora White, creo que estaremos listos para la revol…
La bala que entró por la nuca de Jonathan encontró salida por la cuenca izquierda que antes albergaba su ojo y perforó la nariz de Ana White, quien apenas alcanzó a percibir el sonido del cristal rompiéndose antes de que siglos y siglos de conocimiento se perdieran con su último aliento.




2

—Cómelo —dijo Héctor sin sonreír, señalando la pequeña fruta en mi mano—. No puedo continuar si no…
—Son bloksys, paralizan por un momento el procesador —me explicó Emery señalándose la nuca con el índice justo en el lugar donde todos llevamos el conector y sonrió—. Las bloksys son muy efectivas y sabrosas. Pero crean adicción.

   Supe que no debía hacerlo. Estaba prohibido, además nadie me aseguraba que funcionara y que al amanecer no tuviera diez tipos de La Agencia rodeando mi cama, tratando de desconectarme para siempre, sin hacer caso de mis gritos. Tenía pocos ciclos de vida cuando vi como se llevaban a mi vecino por cometer un horrible crimen. ¡Se atrevió a extirparse el procesador! A la mañana siguiente su unidad corporal fue retirada por un par de recolectores de La Agencia. No quería eso para mí, obviamente, pero la curiosidad mató al kittens, así que metí la frutilla roja a mi boca, cerrando los ojos. Era ácida y dulce a la vez, sin duda un manjar.

   Los efectos fueron inmediatos, el hormigueo nació en mi nuca y terminaba en mis brazos. Noté que los colores se volvían pálidos, como si una capa de neblina cubriera mis ojos. Parpadeé varias veces para despejar la vista pero no funcionó. Héctor notó mi reciente tic y asintió.

—Bien, ya puedo continuar —bebió un sorbo de agua fermentada—. Como bien sabemos el puesto que desempeñamos cada uno de nosotros en La Agencia está catalogado como alto secreto. El mío está en Investigaciones y lo que hago ahí no lo sabe ni la persona que me contrató —dijo Héctor señalando la placa dorada en su pecho—. Pues bien, ahora les revelaré parte de lo que hago.

   Emery estaba impresionado. Se notaba por la manera en que abría los ojos y levantaba las cejas. Cómo cuando le dije esa mentira de que alguien había implantado un virus en su procesador. Yo no creía en realidad que Héctor nos dijese algo nuevo. Al final de la noche comprobaría lo equivocado que estaba.

—No hay espacio. No cabemos. Tierra firme está desapareciendo de manera estrepitosa y no hay a donde ir —Héctor nos miró a los dos, analizando el impacto de sus palabras; era tema conocido, un rumor que se extendía y no sólo dentro de La Agencia—. Sé que la gente piensa que haremos una ciudad bajo el agua. Pero no es posible. No hay modo, la misma corrosión que hace desaparecer la tierra impide la construcción. En cambio la colonización espacial es la mejor opción.

—Para el carro, jude —dijo Emery alzando las manos—. ¿De qué estás hablando?
—De los Coree, los Verzla y los Den-Ko-Sui, amigo mío. Hicimos contacto con ellos porque estábamos investigando, aunque La Agencia arregló todo para que pareciera que no tuvimos nada que ver. Los Coree nos prometieron ayuda pero poco después se extinguieron. No pudieron ayudarse a sí mismos. Los Verzla no entienden razones. Sólo quieren mano de obra barata o gratuita; así que cortamos de raíz. Los Den-Ko-Sui, bueno, ellos están por encima de todo. Nada les importa. Son superiores y a pesar de las semejanzas entre nuestra raza, nos consideran primitivos —dijo examinando la pipa recién sacada de su bolsillo.

   Héctor podía ser un pedante sabelotodo, pero era convincente. Llenó la boquilla de la pipa con tabaco y nosotros guardamos silencio, mientras él continuaba con su discurso clandestino.

—No pueden o no quieren hacer nada por nosotros, así que olvidémoslos —se inclinó al frente y apoyando los codos en las rodillas dio una fuerte calada a la pipa. Su calva incipiente relucía a la luz de las lámparas, pero sus ojos tenían ese brillo maníaco que ya le conocíamos. Sin duda se veía imponente—. El meollo del asunto es que encontramos un planeta, cien veces mayor que el nuestro. Parecía factible que pudiésemos vivir en él, aunque después de la quinta visita vimos que no sería posible.
—¿Por qué? —pregunté, impaciente. Necesitaba saber. El efecto de las bloksys decaía, mi vista regreso a la normalidad pero mis brazos aún hormigueaban.
—Varias razones, una de ellas es el agua, es abundante. Pero es salada, incluso la lluvia. Después notamos que el aire también contiene altas cantidades de sal. Se creó una división para encontrar la forma de neutralizarlo. Ya casi lo teníamos cuando La Agencia canceló todo, de lo cual me alegro.
—¡Héctor, pequeño hijo de perra! —lo señalé con el índice exasperado—. ¿Cómo puedes alegrarte? Era una solución, ¿No?
—No lo entiendes, Bret —me dijo con tono afable, como cuando le enseñas a un niño a jugar al Pink—. Ese planeta es…especial, tiene algo…no sé cómo describirlo.

   Se puso de pie y dio vueltas por la habitación, dudando. Al final pareció decidirse por algo y se fue a la sala de estar. Emery y yo nos quedamos atónitos, viéndonos, sin saber que ocurría, lo seguimos. Ahí frente al  PEF (Proyector de Entretenimiento Familiar) lo vi hacerse un corte el pulgar derecho.    

—Sé que no me crees, amigo mío. Lo sé —me señaló con la navaja manchada de sangre, parecía desesperado—, lo veo en tus ojos. Pero te lo demostraré. A ambos. Y después de eso…bueno, ya veremos.

   Hizo ese ademán que cuentan en las leyendas de los emperadores Cesarianos, dejando caer una gota de sangre sobre el proyector. La imagen que estaba dando en ese momento se desvaneció poco a poco mientras el proyector absorbía la información almacenada en el código genético de Héctor. Apareció el menú y Héctor seleccionó con un dedo las imágenes que quería mostrarnos. Tuve que llevarme las manos a la boca para acallar un grito.

—En la primera visita llegamos aquí. Una ciudad en ruinas, plantas verdes por doquier, edificios derrumbados, amplias calles vacías. Podría haber sido la antigua ciudad de Guillen después del terremoto, siglos después —señalaba los puntos mientras nos daba su explicación.

   Emery observaba las imágenes con incredulidad, pidiéndole a Héctor que no las pasara tan rápido. Vimos una torre de arcos, derruida de la mitad hacia arriba, la base y varios metros de la construcción seguían de pie, aunque se inclinaba peligrosamente.

—¿Qué son esas cosas? —pregunto Emery señalando unos artefactos metálicos desperdigados por doquier.
—No lo sé, pero son más grandes que una persona, de hecho, parece que dentro podría contener entre cuatro y ocho adultos. Pero fíjate en esto ¿Ves ese recuadro al final de la avenida? —amplió la imagen hasta que  alcanzamos a distinguir lo que señalaba, desde donde una cara sonreía al frente. Parecía que posaba para nosotros.
—¡Es increíble! —Exclamó Emery al borde de la histeria— ¡Eso es un jodido humano!
—¿Nos conocían? —pregunté con una voz que me sonó muy lejana—¿Qué les pasó? ¿Lo sabes?

   Héctor negó en silencio.

—¡Eso es un puto humano! —volvió a exclamar Emery.

   Esta vez Héctor asintió.

—Pero eso no es todo. Hay más —dijo en voz muy baja—. En el segundo viaje encontré cosas, muchas cosas. Pero vean esto, amigos míos. En esta imagen: otra avenida bordeada de esos grandes rectángulos con personas en ellos, inmortalizados en cotidianos gestos. Sonriendo. Brincando. Una familia tomada de la mano caminando sobre un prado verde. ¿Lo ven? A medida que la imagen avanza, más y más rectángulos con gente paralizada, aparecen a los lados de las avenidas, pictografías envejecidas, descoloridas por el sol, con musgo creciendo en las esquinas, pero las personas en ellas parecen vivir por siempre.
—¿Qué es eso? —pregunté señalando la parte superior de una de las pictografías. Había caracteres, podrían haber sido dígitos pero era difícil decirlo por el deterioro del rectángulo.
—¡Hey jude, es cierto! —exclamó Emery acercándose al proyector para ver mejor—. Eso parece un cero, eso un uno, eso parece un cuatro, pero le sobra una puñetera pata.

   Héctor y yo nos miramos y nos reímos al mismo tiempo. Emery siempre hablaba así. Gracias a las bloksys evitaría las reprimendas, aunque no le importaba que le rebajaran algunos créditos por mal comportamiento. Nos vio con reproche y agregó:

—Es un código, un idioma o un lenguaje —se pasó las manos por el cabello, inquieto—. ¡Un puto lenguaje escrito!
—Acertaste, amigo mío —dijo Héctor, muy serio y con un ademan nos invitó a seguirlo—. Les mostraré algo que encontramos en una construcción en ruinas, estaba en medio de una montaña boscosa, de algún modo las plantas soportan el alto grado de salinidad. Puede ser que hayan sido siempre así, pero lo dudo. Creo que se adaptaron.

   Atravesamos la imagen del PEF y frente a la pared grisácea colocó el pulgar aún sangrante, con un suspiro mecánico se abrió una puerta secreta. Algo prohibido. Dentro había toda clase de objetos. Vasijas, de algún metal muy ligero y flexible, con los mismos caracteres de las imágenes. Algunos artículos no eran reconocibles. Héctor tomó uno de un estante. Entre sus manos enormes parecía muy pequeño y ligero. Me lo pasó temblando. Parecía una caja.

—¿Qué es? —preguntó Emery embelesado.
—Ábrelo —ordenó Héctor.
—Pesa mucho pero es manejable —la apoyé contra la mesa y la abrí—. Esto no es una caja y esto seguro no es una tapa. Es una especie de folio grueso, como una protección para más folios. ¡Mira! —extendí el objeto hacia Emery— Están…impregnados de caracteres, alineados, con espacios entre ellos, con otros signos pequeños, algunos parecen puntos. Los demás bailan, me estoy mareando.
—Lo analicé —dijo nuestro anfitrión encogiendo los hombros—. Es en parte orgánico.
—¿Cómo? —lo miré asombrado—. ¿Esto estaba vivo?
—En cierta manera. Tiene una coincidencia genética del setenta por ciento con los arboles de piño que trajeron los Coree. Primero pensé que era un fruto. Después me di cuenta de que estaba hecho de piños. Manufacturado. De una manera misteriosa y ancestral.
—Ahora entiendo porque se extinguieron, los muy bastardos —comentó Emery chasqueando la lengua—. Hacerle eso a un árbol es inhumano.

   Héctor nos dejó discutir, sacar conclusiones, observar y sentir varios objetos que había traído de contrabando en sus expediciones. No notamos su ausencia hasta que escuchamos ruidos en la cocina. Salimos del cuarto clandestino en su busca. La puerta desapareció de forma automática. Emery  aún sujetaba el protector de folios orgánico, mientras tanto yo estaba regresando al control.

   Lo encontramos comiendo otra bloksys. Tenía todo un recipiente en el conservador. Al vernos se giró y nos ofreció otra a cada uno. Emery tomó una de las frutillas y comenzó a masticarla pensativamente. La mía me pareció muy helada y la sostuve entre las manos para templarla con mi calor.

—Somos nosotros. Ellos…al igual que nosotros lo arruinaron todo. Abandonaron el planeta esparciéndose por el espacio —dijo nuestro amigo con voz pausada, como si estuviera cayendo en un sueño repentino—. Ellos somos nosotros. He descifrado los folios.
—¿Todos? —pregunté paseando la bloksys de una mano a otra.
—La mayoría —parecía cansado, somnoliento. Sus pupilas estaban curiosamente dilatadas. Cerró los ojos y agregó—.“Y creó Dios al hombre a su imagen, varón y hembra los creó y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla”

   Guardamos silencio. Emery recargado contra la pared, parecía analizar todo cuanto se había dicho. Héctor continuaba con los ojos cerrados. A mí me llegó la orden desde la central justo cuando había decidido comer la bloksys. Solté la fruta roja, que rodó por el suelo dejando una estela carmesí en la baldosa. Saqué mi arma de la chaqueta y los maté. A los dos. Sin dudarlo.

—Lo siento, amigos míos —dije a sus cadáveres—. La Agencia viene en camino. Si todo sale como ellos planean, esto nunca se sabrá. Si sale al revés…bueno, no se sabrá igualmente. Lo siento, de verdad —saqué mi placa de identificación, donde se leía con letras doradas: “Seguridad de Información”.

   Salí de la cocina pensando en las últimas palabras de Héctor. Ese tal Dios podía estar contento, llenamos la tierra como él quería y ahora estábamos jodidos por sus órdenes.

FIN

sábado, 9 de junio de 2012

El Profesional 3ra entrega.




  En el camino 1ra pte.


—Así no es divertido —se dice Karina en un murmullo.

Conduce a ciento cincuenta kilómetros por hora. Su mano izquierda lleva las riendas del Dogde, mientras que la derecha presiona con fuerza el costado izquierdo de Zee para evitar que se le escape la vida en el constante gotear de sangre que golpea el piso del coche. Lleva el coche en quinta velocidad y no ha frenado ni una sola vez en los últimos cinco kilómetros a pesar de las curvas.

—Sólo son trescientos kilómetros —le dice a Zvonimir, quien ya está inconsciente—, sé que podemos llegar. ¡Resiste, pervertido! —las lágrimas comienzan a escocerle los ojos, no de tristeza sino de furia—. ¡Maldita seas Marina, deberías estar aquí! 

Zee se remueve en el asiento, un quejido de dolor hace que Karina se estremezca. La carretera se vuelve una línea borrosa en su plano de visión. El Dodge da un brinco cuando se sale del asfalto y ella logra meterlo de nuevo al camino. La herida de su compañero empapa un poco más el piso cuando tiene que usar la mano derecha para ajustar la velocidad. 

—¡Nunca me escuchas! —grita y le pega al volante con los puños cerrados— ¡Te dije que tuvieras cuidado!¡Te dije que no te metieras en lo que no te importa!

Karina distingue por el espejo retrovisor las luces de un auto que se aproxima por detrás a un kilometro de distancia y eso la pone más nerviosa. Está consciente de que conduce como loca, han cruzado la frontera de un país sin papel alguno que la acredite y para rematar lleva a un tipo desangrándose. No puede imaginar la excusa que le daría a un agente de inmigración si los detuviera. La penumbra de la noche ha cubierto la carretera y el tramo de jungla por el que ha entrado no mejora la situación, la luz de la luna apenas ilumina entre las ramas de los árboles y el asfalto se está desprendiendo en algunos tramos. Siente la arenilla rebotar contra las llantas del auto y como golpea contra la lamina del chasis. Su talento le advierte que si sigue de esa forma, pronto saludaran al asfalto con sus carnes, sabe que tiene que bajar a tercera velocidad para lograr más tracción.

—Sólo te soltaré por un segundo —se excusa ante Zee al tratar de hacer el cambio de marcha.

Karina da un grito asustada, la mano helada de Zvonimir se aferra a su muñeca encajando sus dedos en ella con vehemencia. La pobre chica trata de zafarse, pero Zee aprieta con más fuerza, lastimándola.


—¡Suéltame!
—No seas tan brusca, nena —dice Zee entre dientes, con los ojos cerrados y tratando de llevar la mano de Karina a su entrepierna—. Tienes que mover la mano con delicadeza... así... así...

Siempre ha sabido que el muy cabrón es fuerte, pero nunca lo había sentido así, hace un esfuerzo descomunal para poder soltarse del apretón y en un acto reflejo contrarresta con un codazo haciendo salpicar la sangre en el parabrisas y el espejo retrovisor.

—Si no fuera porque te estás muriendo, te juro que…—por fin mete la tercera y controla un pequeño derrape, las luces del otro auto siguen detrás de ellos— ¿¡Pero cómo demonios puedes estar excitado y desangrarte al mismo tiempo!? —grita al inconsciente Zee y percibe que la enorme erección de su pervertido favorito baja solo un poco.

Entonces, tiene una idea. En un documental muy malo que vio en un hotel igual de malo, un tipo juraba que había sobrevivido a una herida en el cuello, gracias a que se había masturbado todo el camino hasta la sala de emergencias. “Estás loca, Karina” piensa mientras esquiva una rama en el camino. “Te lo recordará toda la vida y tendrás que... matarlo”.
Zvonimir se remueve en el asiento, pero parece no haber sentido el golpe de Karina, no hay quejidos, simplemente no reacciona. Comienza a temblar.

—¡Ok! ¡Lo haré! Pero en cuanto te encuentre, Marina... —amenaza en voz alta.

Trata de concentrarse en el camino y lleva la mano derecha hacia la bragueta de su compañero, quien no parece notarlo. Karina comienza a tocarlo con reticencia pero tratando de no lastimarlo. Al cabo de unos segundos toma ritmo y se mueve con delicadeza; anhela no recibir el cálido saludo del amiguete de Zee

—Así de suave, muñeca(en ruso) —dice éste en un susurro.
—¡Zvonimir! ¡Si me doy cuenta de que estas fingiendo, te juro que te corto esto que... que... que tengo en la mano!

La carretera secundaria que tomaron está casi deshecha, no ha recibido mantenimiento porque ahora todos usan la autopista que conecta con la Panamericana. Karina lo sabía cuando decidió tomar ese camino, pero en el calor del momento no contempló que podría toparse con el tronco caído con el que ha chocado. El Dodge da un tumbo y por puro instinto aprieta con fuerza dientes y manos olvidando lo que sujeta la derecha. De inmediato gira el cuello para mirar a su compañero quien no ha emitido sonido alguno, ni un pequeño gemido de molestia.

Se encuentra con los ojos de Zvominir que la miran fijamente, sus pupilas están dilatadas como si estuviera en un viaje de opio y su boca forma un paréntesis invertido mientras murmura con voz grave:

—Solo me espera, quien no me conoce, busco a tientas el príximo refugio, ya no creo en los anuncios de felicidad —desvaría, cierra los ojos y comienza a temblar. Está convulsionando—. Yo quería un helado… —alcanza a decir antes de morderse la lengua y empezar a berrear sin control.
El corazón desbocado, el pie en el acelerador y la vista fija en Zee, quien golpea el vidrio lateral con cada convulsión, son factores que no pueden augurar nada bueno. El auto derrapa por el borde de la carretera y Karina no puede controlar su movimiento debido a la gravilla, su destino inmediato es la arbolada. El parabrisas se rompe en mil pedazos al contacto con las gruesas ramas y los pequeños trozos de vidrio hacen diminutos cortes en sus mejillas. El Dodge Charge resiste a todos esos golpes, es un auto para uso rudo (más aun con las modificaciones que ha hecho su dueña) y regresa al camino zigzagueando sin control alguno. Karina no reacciona, para ella todo se mueve en cámara lenta, en ese momento sabe que van a morir, retira la mano de la entrepierna de Zvonimir y le acaricia la cara. 

—¡Adiós amigo mío! —susurra y cierra los ojos esperando que la muerte sea rápida y sin dolor.

¡TUM!

Un golpe la saca de su trance, abre los ojos para recibir a la dama de negro y beber así su dulce cáliz.


Buenos Aires, Argentina. Un mes atrás.

1

La pareja de amigos salió de la heladería, la joven de botas vaqueras disfrutaba de su helado de pistache, pero el hombre de traje hacia un puchero de niño malcriado.

—¿Es mucho pedir que hagan helado de Sproff? —dijo Zee cruzando los brazos en desaprobación.
—Estás loco, el alcohol no se puede congelar así —le contestó Karina presumiendo su delicioso cono de pistache.
—Sé de muy buena fuente que en México hacen helado de tequila, así que a otro perro con ese cuento.
—¿Es que no te hartas de oler siempre a cerveza? Me impregnas con tu peste, a veces creo vivir en una cantina.
—A Marina nunca le disgustó mi zapakh(olor).
—A Marina le desagradaba todo esto —dijo apuntando desde la cabeza hasta los pies de Zvonimir—, pero era tan delicada que nunca te lo dijo, es por eso que se…olvídalo, no dije nada.


Zee no ha escuchado la última parte, se paró en seco a contemplar el cielo. Karina sabía que algún día tendría que decirle la verdad, pero ahora prefirió dejarlo vivir en la feliz ignorancia.


—Venga burro, que el coche aún está lejos.
—Sé que algún día me lo dirás —dijo pensativo sosteniendo el brazo de Karina haciéndola perder el ritmo— Sé que algún día me considerarás tu amigo y tendrás compasión de mí. Sólo tengo que pedirte que no esperes a que me este muriendo.
—Zee...hay veces en que le arruinas la diversión al momento —replicó ella pateando una piedra.
—Es muy cansado divertirse siempre, Karina —aseguró olfateando el aire— ¿Por qué no vas por el coche? Tengo que preguntar una cosa en la heladería.

La chica se alejó por la callecita pateando la piedra, el cielo azul le gustaba y a pesar del calor del atardecer, se permitió un momento para relajarse. El helado, el cielo y la gente pasando a su alrededor hicieron que las tres calles que recorrió hasta llegar al Dodge se le hicieran muy cortas. Decidió hacer que Zee recorriera el mismo camino y se sentó sobre el cofre del auto a comer helado. Vio a unas niñas jugando en el parque, una de ellas era rubia y sostenía un gorrioncito en las manitas. Karina sintió que las lágrimas querían brotar y desvió la vista. El juego de las niñas le recordó todas las horas que pasó defendiendo a su mejor amiga cuando eran pequeñas.

—Marina, espero que sepas lo que estás haciendo. Él no podrá con todo y yo no puedo callar por mucho tiempo. Ojalá no te arrepientas de haberlo dejado.

2

—¿Hay alguien aquí? —preguntó Zvonimir entrando a la heladería. Su olfato le decía que el heladero estaba ahí, pero también algo inhumano.

La luz del sol entraba a raudales por las ventanas del negocio, pero el mostrador estaba curiosamente a oscuras. Las aspas del ventilador de techo daban vueltas con una exasperante lentitud. El sonido de los condensadores inundaba el lugar pero Zee advirtió un ruido apagado, algo que rechinaba, como unos pequeños dientes royendo algo duro y poroso.

La mente de Zee se abrió. En cuestión de segundos ubicó en su cerebro las posibilidades en un simple análisis del tiempo y el lugar:

Sur del continente. Un heladero con una hija de muy buen ver y mejor tocar, embarazada. La pequeña mesa en el rincón del recibidor con la bolsita de tabaco y la copa de caña. El nerviosismo del tipo cuando Zee preguntó para cuando nacía su nieto a pesar de no haber visto nunca a su hija.

 “Pequeño duende, no deberías ser tan rencoroso” pensó mientras avanzaba paso a paso hasta rodear el mostrador y acceder a la trastienda; en el camino encontró una cuchara heladera tirada en el piso, sin pensarlo la recogió cuidando de no hacer ruido. El sonido de dientecillos despareció y fue suplantado por el desgarrar de la carne. Zvonimir alcanzó a ver los pies del propietario convulsionándose en el suelo.

“¿Qué hiciste, maldito heladero incapaz de hacer helado de Sproff?” Pensó al notar que los dientecillos volvieron a roer. Con lentitud se desabotonó la chaqueta y se liberó de ella enrollándola en una mano, mientras que con la otra sostenía la cuchara empuñando el mango como si fuera un cuchillo. Inicio el ritual de meditación, respirando largo y profundo evocando las palabras de su mentor. “No lo toques. Ni dejes que te toque. Podrías quedar idiota.” Dijo el recuerdo con la voz de El Profesor. “O más idiota” salto en su pensamiento la voz de Karina.

Avanzó un poco más, pisando con cuidado, al entrar a la trastienda sus ojos confirman que su nariz nunca se equivoca. El piso estaba cubierto con la sangre del heladero quien yacía de espaldas en medio del charco rojo, sobre su torso una pequeña y peluda criatura le arrancaba el cuero cabelludo con los dientes. Zee se acerco por detrás el duendecillo  blandiendo la cuchara y extendiendo el saco como un mantel.

Con un movimiento digno de un torero lazó la chaqueta hacia la espalda del hombrecillo quien dio un respingo de enojo, alguien osaba importunarlo en el momento de su amarga venganza. Zee aprovechó el momento de enojo de la criatura, lo sujetó por el hombro evitando en todo momento tocar la piel y con un movimiento rápido encajó la cuchara en el rostro del enano. La punzada de dolor que sintió la bestia lo obligo a saltar y correr en círculos, el chillido desgarrador que surgió de su boca inundó el lugar, por instinto Zee se cubrió los oídos para amortiguarlo. Cucharones y ollas cayeron al suelo armando un estrépito, el ventilador comenzó a girar en sentido contrario y las ventanas se rompieron en mil pedazos. Su inclinación a salvar al indefenso lo llevo a tirarse sobre el cuerpo del dependiente, quien para ese momento ya se encontraba sin vida y El Pro se dio cuenta que ya no había nada que proteger, más que a el mismo ya que el Pombero avanzaba hacia él.

De un salto casi inhumano, Zvonimir se elevó en el aire hasta caer de pie a varios metros del cuerpo del heladero.

—¡Hola, señor Pombero! —Saludó Zee inclinándose un poco— ¿Tendría la amabilidad de dejar de devorar al hombre aquí presente? No sé que le habrá hecho y estoy seguro de que se lo merece, además de que tiene usted mucha hambre, pero es asqueroso el escuchar como lo mastica. Si no le importa, puedo sugerirle los helados de pistache que a mi amiga le encantaron y tiene usted todo un bote ahí mismo —señaló con el dedo hacia la nevera, el Pombero giró su enorme y calva cabeza retirando la cuchara de la cuenta dejando el ojo colgando del nervio—, estoy seguro de que sabe mejor que los pelos de ese señor.

El duende miró con su único ojo a Zee detenidamente, al parecer algo en la cara de su oponente le parecía muy interesante. La sangre café escurriendo por su feo y apachurrado rostro goteaba en el piso.

El Profesional se inclinó de nuevo intentando recoger su saco y se detuvo a medio camino al ver que el Pombero se inclinó al mismo tiempo. Zee se llevó la mano al pecho y la criatura lo imitó. Le pareció divertido pero quería comprobar ¿El duendecillo lo estaba emulando? Se rascó la nuca en señal de duda: lo mismo. “Obezʹyana vidit, obezʹyana delaet” (“Mono ve, mono hace”)  pensó.

—Esto es redkiĭ (raro) —dijo en voz alta pero gentil— Señor Pombero, sé que sus principios son muy firmes y que, bueno, cuando alguien se mete con usted debe atenerse a las consecuencias pero, seamos realistas, si se lo come es probable que le duela el… el…—señaló a la gran barriga desnuda— supongo que tendrá algo parecido a un dolor de estómago. Este tipo es muy feo. Y se nota por el olor que no es nada sabroso.

El único ojo del Pombero parecía inteligente en un modo surrealista ignorando que el otro le colgaba como un yo-yo contra el pecho peludo. Al ver la cara de repugnancia que Zee hizo en dirección al heladero, la criatura imitó el gesto o al menos eso parecía. Zvonimir entendió la mímica y soltó una carcajada.

—¿Sabe, señor? —dijo Zee terminando de levantar su chaqueta, el Pombero levantó el bastón de hueso a su vez— Usted  me simpatiza, si no fuera porque no quiero quedar loco o idiota le estrecharía la mano.

El engendro sonrió o al menos eso parecía al mostrar sus dientes pequeños pero afilados como una sierra. Señalando el cuerpo del heladero hizo una señal negativa con su dedo índice peludo y largo.

Zvonimir asintió en señal de entendimiento. El hombrecillo se tocó la frente y dio  media vuelta hacia la salida principal. “¡Ha sido fácil!” pensó el Profesional. Unos golpecitos en la puerta trasera le borraron la sonrisa de los labios.

—¿Papá? —preguntó una voz femenina antes de abrir la puerta. Una mujer muy joven y con evidentes siete meses de embarazo entró en la trastienda con una cesta llena de fresas. Al ver el cuerpo de su padre desangrado en el suelo soltó un grito histérico y las frutillas se esparcieron por el piso mezclándose con la sangre de su progenitor.

—¡Proklinatʹ (Maldición)! — masculló Zee al ver que el Pombero regresó mirando a la joven con lascivia y amor al mismo tiempo.

—¡Auxilio! ¡Han asesinado a mi padre! —gritó la mujer y se lanzó al cuello de Zvonimir sujetándolo por las costuras de la camisa— ¡Tengo al criminal! ¡Tengo al criminal acá mismo!

—¡Krasivyĭ (Preciosa), tienes que salir de aquí! —Zee trataba de zafarse y de alejar a la chica de las garras de su admirador, que ya se acercaba chillando de placer.

—¡Asesino! ¡Maldito! —seguía gritando fuera de sus casillas sin notar la presencia de la criatura.

Los dedos peludos y fuertes de la criatura trataban de alcanzar el vientre abultado y la chica no notaba su presencia, El Pro tomó a la mujer por los hombros y la lanzó dentro del cuarto frío corriendo el cerrojo de seguridad. El Pombero arremetió contra la puerta cerrada golpeándola con las manazas, Zee aprovechó la ocasión para buscar el modo de sacarlo de combate. Tratando de tomar una olla tropezó con el difunto llamando la atención de la bestia que iracunda se giró hacia él.
—¡Y ahí viene la perra a cagar el palo otra vez! —dijo Zee con una risilla—. Sé que jode que alguien te quite a la chati antes de follar, pero no puedo permitir que toques al bebe.

Ya no había raciocinio alguno en la deformada cara del Pombero, las palabras de Zvonimir en tono de burla tampoco importaron, la furia de la bestia se desencadeno corriendo en dirección a él quien respondió con un puntapié haciéndolo rodar por el suelo. Aprovechando la oportunidad tomó la olla por la cual fue descubierto, sin desperdiciar el tiempo se movió con premura para propinar sendos porrazos en todo el cuerpo del hombrecillo. Uno tras otros los golpes rompieron los correosos huesos de la bestia.

♪♫¡Hola papi, tienes una llamada!, anda tócame, presiona mi botón, vamos, vamos, tócalo, tócalo sabes que me gusta, vamos papi, ¡ha!, ¡ha!, ¡HAAAA!♫♪

El sonido del móvil que tanto disfrutaba lo llevo a cometer uno de los errores que lamentaría por semanas. Tratando de sacar el aparato se distrajo y no vio venir el afilado hueso que hace de bastón del pombero que se incrusto justo en la axila izquierda haciéndolo sangrar.

—¡Hijo de puta! —gritó propinado un golpe final justo en la cabeza— Tu te lo buscaste ¡cabrón! —dijo a lo que creyó era un cadáver más en la trastienda.

No le tomó mucha atención a la hemorragia, lo que le importaba en ese instante era ayudar a la futura madre que había encerrado en el frigorífico, haciendo presión en la herida con la mano derecha se dirigió a la puerta de la prisión improvisada, lo importante era poner a salvo a la chica. Abrió el cerrojo preparándose para ser recibido como un héroe y no para ser lanzado con fuerza contra la pared como efectivamente sucedió. Se dio de culo contra el piso al perder el equilibrio y dejo una mancha de sangre en la pared.

—¡Tengo al asesino acá!—seguía repitiendo la mujer mientras se abría camino hacia el callejón en busca de auxilio sin dejar de gritar.
—¡Chica! ¡Nena!— llamó El Profesional y trató de ponerse de pie—¡Mina!

La futura madre no lo escuchó, en su frenesí por pedir ayuda paso por alto el pequeño cuerpo maltrecho del Pombero quien como último acto de vida logro tocar el tobillo de la embarazada dejando una huella negra en su piel.

—¡No! —grito Zee arrojándose contra el duendecillo blandiendo de nuevo la olla y apuñalándolo con el mango de esta en el pecho desnudo.

Se volvió a buscar a la chica, quedando inmóvil ante tal escena. Sus ojos parecían vacios, el brillo natural de su mirada de madre había sido consumido por la maldición del Pombero. Un largo hilo de saliva colgaba de sus labios abiertos estúpidamente. Comenzó a mecerse al frente y atrás mientras sus manos tocaban cosas imaginarias.

—¡Por favor, no! —exclamó Zee con impotencia. El dolor en la axila comenzó a ser insoportable. Se acercó a ella quien no lo veía pues sus ojos recorrían el lugar con un miedo indecible. Él notó que su vientre comenzaba a moverse, el bebe estaba sufriendo— ¡Cariño, deja que te ayude!

 Todo su ser le decía que Marina podría salvarla a ella y al nene; se sentía estúpido e impotente, estaba furioso consigo mismo por no haberse asegurado de que la bestia hubiese fallecido antes de abrir la puerta de la nevera. El malestar en la axila se hace agudo, pero logro ponerse de pie, tato de acercarse a la mujer para guiarla a un lugar seguro, pero esta evadió el contacto y se llevó las manos al vientre acompañadas de un grito de dolor.

—Está teniendo contracciones —dijo el hombre tirándose de los cabellos con desesperación. “Es lo único que me faltaba”, pensó.

Sin más busco en celular por el cual fue herido, tenía que llamar a Karina ella siempre sabia que hacer en esos casos, ella le ayudaría. En su búsqueda la victima del Pombero salió de la trastienda alejándose por el mugriento callejón. No podía dejarla escapar. Tratando de detenerle el paso resbaló con la sangre que ya empapaba todo el piso, cayó de bruces fuera de la heladería golpeándose la barbilla contra el suelo. El golpe lo dejó mareado y atontado, trataba de levantarse pero su equilibrio se había ido a tomar por culo, sólo alcanzaba a ver el vestido de la chica revoloteando con el viento mientras corría; el sonido de un auto frenando de improviso, el golpe que se escuchó en la carrocería y los murmullos de la gente que se aglomeraba a su alrededor fueron devastadores para Zvonimir.

3

Nunca pensó que terminaría de esa manera, el bicho está muerto y de la chica y el nene no tenía muchas esperanzas. Quién diría que El Profesional acabaría desangrándose tirado en un callejón de Buenos Aires. Sintió los parpados muy pesados, lo único que quería era dormir.

Plop.

Plop.

Plop.

“Quien se atreve a despertar a un moribundo” pensó, a lo lejos logró ver la fina figura de una mujer.

—¿Ma…rina? —dijo al verla acercarse, morir quedo en segundo plano. Las Lagrimas cubrieron su rostro.


Karina lo encontró a los pocos minutos desangrándose por la herida en la axila y llorando en silencio. Ella no dijo una sola palabra. Lo ayudó a levantarse y reviso la herida. 

—Mi chaqueta está dentro —murmuró El Profesional con desgana— ¿Viste el accidente?

Karina asintió.

 —¿Crees que haya sobrevivido?

Ella negó con la cabeza. Zee cerró los ojos y lloró un poco más.

Su amiga entró en la trastienda y salió con la chaqueta enrollada en la mano. Una tarjeta de presentación habia caído sobre el pecho del Pombero pero no lo notó. Lo que más le importaba era encontrar la manera de taponar la herida.


Buenos Aires, Argentina. Dos semanas atrás.


          1
     Cuando en 2001 quedó a cargo de las nuevas Oficinas del Departamento INTERPOL de la Policía Federal Argentina, Rainieri no imaginó jamás que se vería implicado en un caso semejante.
     Años de experiencia se habían ido al caño con las cosas que había tenido que ver últimamente. Cerró los ojos tratando de analizar el asunto en base a los términos y códigos de la organización. «Piensa, Rainieri, piensa», se dijo antes de encender un cigarrillo.
     «Código 2 del Estatuto: Conseguir y desarrollar, dentro del marco de las leyes de los diferentes países y del respeto a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la más amplia asistencia recíproca de todas las autoridades de policía criminal. Establecer y desarrollar todas las instrucciones que puedan contribuir a la prevención y represión de las infracciones de derecho común».
     —Pero la concha de... —dijo en voz alta, tratando de ignorar el sonido de teléfonos fuera de su oficina—. Si en esto no están inmiscuidos sólo los humanos... El derecho común... ¿Qué clase de derechos puede tener una criatura cómo esta?
     «Código 3 del Estatuto: Está rigurosamente prohibida a la Organización toda actividad o intervención en cuestiones o asuntos de carácter público, militar, religioso o racial».
     Con una mueca de escepticismo, dejó el cigarrillo en el cenicero. ¿Cómo hacer el trabajo con lo que tenía entre manos?
     Tenía órdenes de evitar por completo cualquier tipo de difusión internacional, cosa que al agente le olía a que el caso quedaría encubierto por la Secretaría General de la Organización.
     Eso era algo que no pensaba permitir.
     Ahora, sentado en su oficina, daba vueltas entre sus dedos una tarjeta. La que había encontrado en la escena del ¿crimen? La dejó en el escritorio se puso de lleno a indagar el SBA: Servicio de Búsqueda Automática de INTERPOL, el cual permite a todos los Estados Miembros acceder, a través de su sistema de mensajería, a los archivos existentes en la Secretaria General, obteniendo, en forma inmediata, información en las bases de datos de: Información nominal (delincuentes internacionales), vehículos robados, obras de arte robadas y documentos de carácter policial, administrativo y técnico. Por supuesto no encontró nada.
     El profesional, llamaron los testigos al sujeto de traje negro.
     La asesina, llamaron a la asiática que apareció luego.
     Sobre esta mujer, solo él poseía la información. Y pensaba guardársela hasta ver qué resolución le daban sobre el asunto. Aunque sabía que no podría esperar mucho tiempo.
     Una semana había pasado y no había tenido noticias de ningún tipo por parte del Departamento. Los sistemas no tenían nada registrado, la policía seguía ciega en busca de pistas. Y ahora la desaparición del cuerpo del Pombero en la morgue... Todo se estaba volviendo más confuso y desproporcionado, y tenía el presentimiento de que se volvería peor. Por lo cual tuvo que recurrir a sus informantes.
     Rainieri se había unido a la fuerza en 1994, a la edad de veinte años. Hoy con treinta y siete se sentía tan vital como entonces y con las ganas suficientes para llegar al fondo de este asunto en el que no querían intervenir sus superiores.
     Se encontraba en su casa bebiendo whisky, reposado en su sillón de dos cuerpos, con fotos y papeles esparcidos sobre la mesa ratona, cuando le sonó el celular.
     —Hola.
     —Estuvo en Chile.
     —Me estás jodiendo — manifestó Rainieri, irguiéndose en el sillón.
     —Se encargó de un «bicho» con cabeza de chancho y cuerpo de serpiente.
     Rainieri le dio un largo sorbo a su baso.
     —Para hacer mi trabajo en otro país tengo que ser un agente especializado ¿Querés decirme cómo mierda me especializo en monstruos?
     —Soy buche, el resto es problema tuyo.
     —Andá a la concha de tu hermana. Llamame cuando tengas algo más.
     —Lo de Chile tengo todo: lugar, testigos, muertos… también estuvo la chinita.
     —¿Es china?
     —China, ponja, coreana, es la misma mierda.
     —Okey, teneme al tanto —dijo y cortó.
     Se bebió lo que quedaba de líquido en su vaso y se puso de pie. Se estiró y se desperezó. Se fue al baño y descargó la vejiga. Lavó sus manos, dientes y cara y se dirigió a su habitación. Vestía un short, una musculosa morley y ojotas. Se sentó en la cama despojándose del calzado, se quitó la prenda superior y se arropó junto a su mujer que llevaba dormida tres horas. La abrazó, la besó en el hueco bajo la oreja izquierda y cerró los ojos.
     Mañana sería un día muy largo.

2
     Al cabo de tres horas despertó. Algo no encajaba, no podía identificarlo pero le molestaba en el cerebro como lo haría una piedra en el zapato. Sin hacer ruido, fue hasta la sala y encendió su notebook. Buscó casi frenéticamente el informe de la oficina forense; las fotografías de la cámara de seguridad estaban borrosas, y era muy difícil distinguir la cara del intruso que se llevó el cuerpo del Pombero. Haciendo zoom en ellas, trató de identificar cuadro por cuadro la secuencia correcta. Una figura humana, al parecer un adolescente, entró en el pasillo. Vestía de negro, y resaltaba contra las paredes blancas iluminadas por las luces de neón.
     En una de las fotos, el guardia se levanta y le impide el paso, en el siguiente cuadro el pobre hombre se desploma y el joven pasa sobre él.
     Rainieri se giró para buscar la fotografía del guardia al momento de entrar en el hospital y advirtió que había perdido el ojo derecho. Se concentró en el monitor y avanzó de nuevo, cuadro por cuadro; memorizando las imágenes una por una, tomando notas sin ver lo que escribió:
     Imagen 001256: guardia de pie, intruso avanza por el pasillo
     Imagen 001257: guardia detiene al intruso con una mano.
     Imagen 001258: guardia se aparta, parece ser golpeado con algo. El intruso levanta una mano hacía él.
     Imagen 001259: intruso baja la mano, Guardia cae hacia atrás.
     Imagen 001260: guardia sale del cuadro, solo sus pies en el piso. Intruso se aleja.
     La cámara de la entrada a la sala de exploración no muestra a nadie entrando ni saliendo a partir de aquí. El intruso lastima al guardia y se encamina a la sala de exploración donde el Pombero está almacenado. Pero no entra ni sale.
     —¿Qué demonios? —dijo Rainieri, lanzando el bolígrafo contra la mesa ratona.
     Se restregó los ojos para despejarse. Casi podía escuchar rechinar a los engranes de su cerebro, tratando de encontrar una pista. Volvió a las imágenes; ya casi se las aprendía. Regresó hasta la 001258.
     —Hija de pu...—murmuró para no despertar a nadie—. Te tengo...
     El «intruso» en la imagen 001258 parecia llevar algo en la mano, ese algo que destrozó el ojo del guardia. En la 001259 distinguió el mango de una katana.
     Tomó el celular de la mesa y marcó al cuartel general.
     —Ya sé quien tiene el cuerpo del Pombero —dijo en cuanto entró la llamada—. Quiero que encuentren a esa China. Fotos, datos y todo lo que tenga que ver con ella. Bloqueen las entradas y salidas de inmigración.
     Al colgar se llevó las manos a la nuca, estaba cansado y agotado. Lograba convertirse en un cascarrabias en potencia cuando la necesidad de resolver todo le calaba hasta los huesos. Había ocasiones en que el orgullo podía más que el placer, y con él todo era lo primero.

3
     Su primera tarea, en la mañana, fue enviar un comunicado encriptado a La Asamblea General, nada de Comité Ejecutivo ni de Secretaría general. Debía ir al grano a sabiendas que ignorarían su petición, pero tenía un atisbo de esperanza dado el crimen en cuestión. Por su puesto, en el mensaje enviado iba adjunto todo lo relacionado con la mujer asiática. Si esto no los convencía de subsidiarlo en el caso, nada lo haría.
     Para su sorpresa, la Asamblea General le había respondido por la tarde, cuando ya daba por terminada su jornada. Se harían cargo de todo lo relacionado con la política, los recursos, los métodos de trabajo, las finanzas, las actividades y los programas que Rainieri necesitase para el trabajo encubierto que estaba dispuesto a emprender. Pero se desentendían de cualquier fallo en la misión. A partir de este momento, su vida y su trabajo corrían por su cuenta.
     Perfecto, era lo que esperaba.
     Limpió su computadora de toda información que pueda delatar su tarea. Borró el historial de navegación de descargas, vaciar cachés, eliminó cookies, datos de sitios y de complementos, contraseñas guardadas y datos guardados de la función autocompletar. Apagó la máquina, hizo lo mismo con las luces de la oficina y se retiró dejando el lugar bajo llave.
     Esa noche tendría que hablar con su esposa. Entendería, pero no por eso le gustaría la noticia. Era una gran mujer.
     El sol comenzaba a ponerse en el horizonte y las sombras trajeron el frío. Rainiere sacó su BlackBerry e hizo una llamada.
     —Tengo todo arreglado.
     —Sabía que lo ibas a hacer.
     —Quiero que mañana a las diez seas el primero en el banco y retires todos mis fondos. En la caja van a estar las cosas que me enviaron desde Lyon. Te veo en el aeropuerto al mediodía. Ahí te doy las indicaciones que faltan.
     —A ver, a ver, a ver. ¿Desde cuando soy tu siervo?
     —Desde que quedás a cargo de Las Oficinas en mi ausencia.
     —Me estás jodiendo.
     —Sabés que no juego con esas cosas. Sos el único que puede ayudarme con la información que voy a precisar y la que voy a manejar.
     —Muy bien. No se hable más. Te veo mañana.
     —Listo —contestó Rainieri y colgó.

4
         La reacción de Sandra fue tal cual la esperaba, ni más ni menos. Con lagrimitas y todo. Por eso se portó como un buen esposo y la invitó a cenar a Palermo Soho, al restaurante afrodisíaco Te Mataré Ramirez. De entrada pidieron un Tu oleaje de hembra te aniquila en la noche, que consistía en roll de confitado conejo, morrón y mango, rebosado en panco, salsa teriyaky y pisto de vegetales. De plato principal un Arranco el goce de tu tibio tesoro con mi lengua encendida, que no era otra cosa que salmón rosado tataky, acompañado de recula, menta, vivos gajos de naranja y tentáculos de calamar, con un amarillo coulis de limón y papas bouchon. Y de postre, un Quemé mi lengua al deseo de lamerte para él, y un Estimulo lujurioso para ella: mousse de chocolate semi amargo y helado en bochas respectivamente.
     Salieron de allí lo bastante calientes como para terminar haciendo todo lo que hicieron en uno de los mejores albergues transitorios de la zona. A las cuatro de la mañana regresaron a su hogar, donde se echaron otro polvo cada uno y durmieron haciendo cucharita.

5
     Cuando Rainieri llegó al aeropuerto, su contacto lo esperaba sentado en una de las butacas.
     —Disculpá la tardanza —expresó Rainieri.
     —Acá tenés. Todo lo que te enviaron y el dinero. —Rainieri tomó las cosas y separó cinco fajos de billetes, los cuales le tendió a su compañero.
     —Tomá. Mandale esto a mi mujer por Western Union, ni se te ocurra acercarte a mi casa.
     —Hey, amigo. ¿No confiás en mí?
     —En vos sí, en tu pija no.
     —Ya gritaste.
     —Sí.
     —Te tengo otra cosa. Tomá. —Y le extendió un sobre papel madera bastante pesado—. Después de lo del chancho/víbora se fue a Perú. Va en compañía de una mina de pelo castaño, en un Doge Charger del sesenta y nueve. Pararon en la última estación de servicios de la carretera Panamericana. Podés hablar con el propietario. Es puto. —Rainieri hizo una mueca y frunció el ceño ante el comentario—. De ahí pasaron por una colonia japonesa llamada Nikkey, para evitar la caseta fronteriza. Por lo menos eso es lo que creo, sino no entiendo por qué carajo pasaron por ahí. El caso es que se detuvieron en un bar llamado Bar Koi, y allí, el tipo este, el Pro, volvió a hacer de las suyas.
     —¿Otra criatura?
     —Una especie de zorro. O algo así. Contactá a la Sargento Naota.
     —¿Alguna otra cosa?
     —En el pueblo de Edén sucedió algo extraño que involucra a perros. Tenelo en cuenta, por la dudas. Puede que se dirija para allá. ¿Ya viste la foto? —Rainieri rebuscó en el sobre.
     —¿Qué foto?
     —La de tu culo y mi choto, ja, ja, ja.
     —Qué tipo pelotudo.
     —Nos vemos, che. Buen viaje y cuidate.
     —Cuidame el rancho.
     Ambos se dieron un fuerte apretón de manos y asintieron con las cabezas. Luego se separaron.
     Una hora más tarde, Rainieri volaba rumbo a Chile.

En el camino 2da pte.

Saliendo de Nikkei fue rebasado por el coche negro. Alcanzó a distinguir a dos personas dentro y el cabello castaño de la conductora, entonces la transmisión chirrió cuando la chica forzó la cuarta velocidad y lo ha seguido desde entonces. En todos sus años de conductor ha acumulado la experiencia suficiente para saber que si los pasajeros del Dodge no bajaban la velocidad  la carretera les cobraría su propia cuota. Ha mantenido la distancia para evitar una posible colisión pero, aunque quisiera no podría alcanzarlo, su camión Dina de volteo se resistía a correr tanto en ese tipo de camino y el Dodge Charger se estaba metiendo en la carretera secundaria; “Creo que tendrás que seguirlos, che” piensa y enciende los faros para niebla, así no los perderá de vista. Con cada tumbo y derrape que da el coche siente un hormigueo extraño recorriendo su espalda. La verdad es que está más ansioso de lo normal y presiente el por qué.

Ya sólo distingue al coche como un manchón negro que sale y entra del maltratado asfalto. Ruega porque la misma fricción del suelo les haga reducir la velocidad y que de esa forma él pueda darle alcance antes de entrar a “La Selvilla” como llaman a ese tramo selvático, espera que la conciencia del conductor apele a la cordura, que se dé cuenta que es un tramo demasiado oscuro y peligroso para ir a esa velocidad.

Sigue vigilando al automóvil; se estremece al verlo perder el control e intuye que esa es su oportunidad. Pisa a fondo el acelerador forzando la maquina del Dina hasta llegar a la máxima velocidad que puede con la carga que lleva, cree que podrá llegar y detenerlos.
—Hay que detenerlos —dice con voz relajada. “¿Para qué mierda quiero detenerlos?” fue la pregunta que se hizo en sus pensamientos.

No hace caso a la pregunta de la razón y se lanza contra el Dodge que ha regresado a la carretera, da un golpe al costado izquierdo del auto para hacer que el conductor de ese bólido retome el control del coche y que baje la velocidad. A pocos metros llegarán al entronque con la carretera Panamericana e intentará detenerlo “delicadamente” contra el muro de contención, confiando en su enorme camión de volteo.

En su pensamiento tal proeza resultaba más fácil que la manera en que realmente lo hace, el sonido chirriante que produce el golpe de chasis contra chasis le pone de los nervios y busca con desesperación el muro para detenerlos. Si no hubiera estado tan preocupado por salvarles la vida se hubiese disculpado con los pasajeros por destrozarles la carrocería, las chispas del choque de los metales iluminan la noche hasta que el muro se encargar de frenarles casi instantáneamente destrozando la puerta del copiloto y dejándola inservible. El olor a llanta y lamina quemada le escose la nariz, toma su linterna de mano y baja del camión.


—¿Hay alguien herido? —pregunta con un marcado acento argentino al momento en que alumbra al interior del auto. Se ha subido en el cofre del Dodge. El rayo de luz apunta a la cara sangrante de Karina quien lo mira con los ojos desorbitados sin dejar de estimular a su compañero— !A la mierda y la concha de tu madre!

No dice nada mas, con las manos desnudas pero con sumo cuidado termina de tumbar los restos del parabrisas y extiende la mano para ayudar a salir a la joven, quien acepta la mano amiga.

—Ayúdame a sacarlo —le ordena la chica y él obedece sin objetar.

Con dificultad entra al coche. Ve el sangrado que no es copioso pero si constante, sin temor a mancharse de rojo, suelta el cinturón de seguridad que sujeta al herido, tomándolo entre sus brazos y lo empuja hacia fuera donde la mujer ya esta halando para ayudar con el peso muerto. Antes de salir del auto inspira profundamente dándose ánimos para salir. La adrenalina le hace sudar más de lo normal. La estatura del hombre desmayado contra el cofre del Dina le resulta poco común pero en sí la sola presencia del hombre le produce una sensación extraña, ya no es ese hormigueo raro que sentía antes del choque, sino algo más complaciente como si ya estuviera en calma. Es un sentimiento de  bienestar y tranquilidad a pesar de estar consciente de que tienen que correr a buscar a un médico.

—¡Reacciona! —grita la mujer sin dejar de masajear la entrepierna del gigante— Necesita atención medica.

El llamado de atención lo saca del trance, usa las piernas para cargar con el peso del  hombre del traje negro y camisa carmesí, abre la puerta del Dina y entre pujidos y carraspeos logran montar al sujeto al asiento del copiloto. La mujer se acomoda al lado derecho para seguir con el trabajo de manos mientras el camión traquetea al meter la primera.

—Soy Karina y este idiota es Zvonimir, no tenemos documento alguno que nos acredite en Perú —dice la chica casi sin pausa y sorbiendo los mocos—, si pude dejarnos cerca de un hospital ya me encargare yo de que todo salga bien.

—Un gusto en conocerla señorita, mi nombre es Juan Esteban Bassagaisteguy pero todos mis amigos me llaman El Trabas, por el nombre sabe usted aun que se los deletreo siguen quedándose trabados —le contesta a Karina con una sonrisa afable, casi tan parecida a la de Zee en uno de sus días tranquilos —. No se preocupe por la atención medica, conozco a alguien que podrá ayudarnos, si es que no le importa que atienda a animales en lugar de personas.


Continuara...